Dia 3 y 4: Amaneceres en Telouet, Decisiones en Ouarzazate y Leyendas de Kalaat-M’Gouma

Telouet – Ouarzazate (78,6km +549m / -1201m)

El alba en Telouet nos sorprendió con su manto de misterio. El hotel, que parecía sacado de una novela de García Márquez, se alzaba como un testigo silente de historias olvidadas. Ya con las bicis preparadas, justo antes de ponernos en marcha, una figura familiar nos llamó desde el otro lado de la carretera. Era el dueño del hotel, cuyo rostro curtido por el tiempo y las historias se iluminaba con una sonrisa. Nos invitó a un café, ese elixir que da inicio a las mañanas, en un rincón que parecía detenido en el tiempo.

El paisaje, como un lienzo en constante cambio, se transformó ante nuestros ojos. El Alto Atlas, con sus cumbres majestuosas, dio paso a un escenario cada vez más árido, con carreteras que parecían dibujadas con regla y compás hacia el infinito. El calor, ese compañero incansable, nos recordaba que estábamos en tierras donde el sol es rey. Me pregunté cómo sería este viaje bajo el abrasador verano…

Flo, con su espíritu aventurero y su risa contagiosa, se convirtió en el compañero de viaje perfecto. Las carreteras, aún despejadas, se convirtieron en el escenario ideal para compartir anécdotas, sueños y risas. Pero como todo viaje, las encrucijadas no tardaron en aparecer. Mientras nos acercábamos a Ouarzazate, Flo, con esa chispa en sus ojos, me propuso un desvío hacia Merzouga. Yo, con mis planes trazados hacia el sur en dirección a Zagora, me encontré en un dilema.

Merzouga, ese nombre que resonaba en mi mente como una melodía desconocida. ¿Debería aventurarme hacia lo desconocido o seguir el camino trazado? Las horas pasaron y las dudas crecieron. Pero como siempre, el viaje tiene sus propias respuestas. Y mientras Ouarzazate se dibujaba en el horizonte, sabía que la aventura, con todas sus incertidumbres, apenas comenzaba.

La indecisión, ese juego mental que todos los viajeros enfrentamos en algún momento, se apoderó de mí. Flo, con su carácter jovial y persuasivo, insistía en que Merzouga era el destino que no podía perderme. Sus palabras, acompañadas de risas y anécdotas, pintaban un paisaje tan vívido que parecía que ya estaba allí. Y, aunque el encanto de Zagora me llamaba, la idea de compartir el camino con alguien, de tener una compañía en esos momentos de soledad, era tentadora.

Así que, como si el destino ya lo hubiera escrito, me encontré en la ruta hacia Merzouga, dejando atrás mis planes iniciales.

Con el paso del tiempo, y con la distancia que da la perspectiva, me doy cuenta de que mi miedo a la soledad y a lo desconocido influyó en mi decisión. Zagora, con su promesa de aventura y sus 700 km de terreno desconocido, se convirtió en un gigante en mi mente. Optar por el camino con Flo parecía la elección segura, el refugio ante la incertidumbre.

¿Lamento mi decisión? No, de ninguna manera. Merzouga y sus maravillas fueron un regalo para el alma. Cada duna, cada atardecer, cada risa compartida con Flo se convirtió en un recuerdo imborrable. Sin embargo, no puedo evitar que mi mente viaje a menudo a ese camino no tomado, a esa aventura en Zagora que quedó pendiente. Quizás, en el fondo, eso es lo que nos mantiene viajando: la promesa de lo desconocido, de los caminos que aún nos esperan.

Ouarzazate, con su aura de misterio y grandeza, se desplegó ante nosotros como un lienzo de historias y leyendas. Esta ciudad, que ha sido testigo de la magia del cine, desde epopeyas como Gladiator hasta sagas intergalácticas como Star Wars, nos tentaba con sus estudios de cine. Pero, en ese momento, la llamada del asfalto y la promesa de aventuras no escritas en guiones nos parecía más atractiva.

Siguiendo el aroma evocador del café, nos reencontramos con el grupo de argentinos que habíamos conocido días atrás. Sus rostros reflejaban la misma pasión por el viaje, esa chispa que solo los verdaderos aventureros comprenden. Aunque todos compartíamos el amor por las bicicletas, ellos llevaban su travesía con un enfoque más deportivo y exigente: más kilñometros en menos días.

El bullicio de la calle se intensificó con el espectáculo de cargar esas seis bicicletas sobre un coche que parecía no estar preparado para tal hazaña. Entre bromas y consejos, lograron su cometido, y nos despedimos con promesas de reencuentros y deseos de buen viaje.

Con el sol tiñendo de dorado las calles de Ouarzazate, decidimos adentrarnos en su corazón. Buscábamos un refugio donde descansar, pero también anhelábamos sentir el pulso de la ciudad, caminar por sus rincones y descubrir ese rincón auténtico donde la gastronomía local nos prometiera un festín para el alma. La noche en Ouarzazate, estábamos seguros, guardaría más historias para nuestro diario de viaje.

Dia 4: Ouarzazate – Kalaat-M’Gouma (81,6km +771

El tiempo, cuando uno viaja, tiene una manera peculiar de distorsionarse. Aunque solo llevaba cuatro días en ruta, sentía como si hubieran pasado semanas. Cada pedalada, cada paisaje, cada conversación con Flo parecía añadir peso a la mochila del tiempo. Pero también sabía que este sentimiento era normal, especialmente siendo mi primera gran travesía en bicicleta. Había que adaptarse, no solo al terreno y al clima, sino también al ritmo interno que cada viaje impone.

Flo, con su experiencia y sus historias de carreteras recorridas, se convirtió en mi faro. Sus palabras, llenas de sabiduría y ánimo, me recordaban que cada viaje tiene su propio ritmo, y que con el tiempo, uno se sincroniza con él. Nuestras conversaciones, a menudo, giraban en torno a este tema.

Es curioso cómo la carretera tiene el poder de unir a dos almas. Apenas conocía a Flo hace un par de días, y ahora, parecía que llevábamos toda una vida compartiendo aventuras. Aunque cada uno tenía su propia historia, su propia razón para estar en ese camino, el destino nos había unido, y juntos, enfrentábamos cada nuevo desafío.

Tras 81 kilómetros de esfuerzo y descubrimiento, finalmente llegamos a Kalaat-M’Gouma. Nos recibió una posada que parecía sacada de un cuento: Maroc des Merveilles – Chez l’habitant. La familia que la regentaba nos acogió con una hospitalidad que solo se encuentra en lugares donde el tiempo parece haberse detenido.

Kalaat M’gouna, con su fama de ser el «valle de las Rosas«, nos envolvió en historias y leyendas. Aunque no era la temporada de las rosas y no pudimos ver los campos teñidos de rosa, la familia nos habló con pasión de esa época del año en la que todo se transforma. Nos contaron sobre el festival anual en mayo, donde el aroma de las rosas inunda todo y la ciudad cobra vida de una manera especial.

Mientras escuchaba esas historias, imaginaba los campos repletos de rosas, y prometí, en silencio, volver algún día en esa época mágica. Por ahora, sin embargo, me sumergí en el presente, agradecido por la compañía, las historias y la aventura que aún nos esperaba.

La noche se desplegó sobre Kalaat-M’Gouma con un manto de estrellas que parecían brillar más intensamente que en cualquier otro lugar. El cansancio de un día completo pedaleando se desvaneció con el aroma de la cena que la familia de la posada había preparado para nosotros. Cada bocado era un viaje en sí mismo, una mezcla de sabores y tradiciones que solo se pueden encontrar en lugares donde la cocina es una forma de arte transmitida de generación en generación.

Después de la cena, la ducha de agua caliente se sintió como un lujo. Cada gota parecía llevarse consigo el polvo del camino, el sudor del esfuerzo y dejaba a su paso una sensación de renovación. Al caer en la cama, el suave murmullo de la ciudad y las risas distantes de los niños jugando en las calles me arrullaron. Era ese tipo de cansancio que te hace sentir vivo, que te recuerda que estás en medio de una aventura.

Flo y yo habíamos hablado de la ruta del día siguiente, pero aún no había nada concreto. El camino estaba lleno de posibilidades y, en cierto modo, eso era lo emocionante. No tener un itinerario fijo nos daba la libertad de dejarnos llevar por la intuición, por los consejos de los lugareños o simplemente por el viento.

Mientras me sumía en el sueño, pensaba en todas las direcciones que podríamos tomar. Pero una cosa era segura: no importaba hacia dónde nos dirigiera el camino, cada pedalada, cada paisaje, cada encuentro sería una página más en el diario de esta inolvidable travesía.

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