Día 2: Desafíos y Encuentros desde Zerkten hasta Telouet, Cruzando el Majestuoso Tizi n’Tcichka
Zerkten – Telouet (55km, +1169m)
El sol apenas comenzaba a despuntar en el horizonte marroquí, tiñendo el cielo de tonos naranjas y rosados. A pesar de que solo había transcurrido un día desde mi partida de Marrakech, sentía que había viajado en el tiempo. Cada kilómetro recorrido, cada rostro encontrado, cada risa compartida, se sumaban a una experiencia que ya parecía rica en recuerdos.
Uno de esos momentos, que en su momento parecía trivial, fue el encuentro con aquel grupo de argentinos, con acentos mezclados entre Buenos Aires y Barcelona. Aquel breve cruce de palabras en un poblado, intercambiando destinos y anécdotas, se había quedado grabado en mi mente. Ellos habían decidido acabar ahí el día, mientras yo, decidí continuar mi travesía 25km más y sin saberlo me adentré en un puerto de montaña que se hizo eterno. Era el final del primer día, y no fue la mejor idea. Error de principiante comprobar solo la distancia y no el desnivel.
La mañana siguiente, con el frío mordiendo mis dedos, me prometí que el primer aroma a café sería mi señal para detenerme. Y así fue. Apenas había comenzado a pedalear cuando un pequeño establecimiento se presentó ante mí. El aroma del café recién hecho y el bullicio de las conversaciones matutinas me dieron la bienvenida.
Mientras disfrutaba de mi desayuno, un local se acercó y entablamos una charla amena. Las historias fluyeron, y justo cuando estaba listo para continuar mi viaje, dos de los argentinos del día anterior hicieron su aparición. Las risas y las historias se prolongaron un poco más.
Sin embargo, lo que no podía anticipar era el desafío que me esperaba. El Tizi n’Tcichka, un nombre que resonaba con respeto entre los viajeros, se alzaba ante mí. Con sus 2260m de altitud, este paso del Alto Atlas prometía ser el reto más grande de mi viaje. Su nombre, en la melódica lengua tamazight, advertía sobre su dificultad.
A pesar de mi falta de preparación, no sentía temor, sino una curiosidad insaciable. Cada día en este viaje prometía una nueva sorpresa, un nuevo aprendizaje. Y con el Tizi n’Tcichka en el horizonte, sabía que la aventura apenas comenzaba.
El cielo estaba despejado, con un azul tan profundo que parecía que podías tocarlo. El sol, en su punto justo, calentaba sin quemar, y el viento, ese compañero caprichoso de los ciclistas, había decidido darse un respiro. Al alcanzar la cima del Tizi n’Tcichka, el mundo parecía extenderse infinitamente a mis pies. Y allí estaban Dami y Santi, con sus sonrisas amplias y sus bicicletas apoyadas a un lado, disfrutando del logro.
Nos reunimos en un pequeño restaurante que, como un oasis, se encontraba en ese punto estratégico. Entre bocados de comida local y risas, el grupo se fue ampliando. Flo, con su acento francés y su espíritu aventurero, se unió a nosotros. Aunque nuestros destinos finales eran diferentes, el camino, al menos por un tiempo, sería compartido.
La decisión de seguir juntos hacia Telouet fue casi natural. Había una camaradería instantánea, una conexión que solo los viajeros entienden. Y así, con el viento a favor y el sol como testigo, nos lanzamos a la carretera.
Lo que siguió fue una de esas experiencias que se graban en el alma. Después del esfuerzo titánico de subir el Tizi n’Tcichka, nos esperaban 30 km de pura bajada. Y el paisaje… ¡oh, el paisaje! Era como si Marruecos hubiera decidido mostrarnos su versión más inesperada. Olivos, campos dorados y pequeños pueblos que parecían sacados del sur de España. Era una mezcla de familiaridad y exotismo, una sensación de estar en casa y a la vez en un lugar completamente nuevo.
Con cada pedalada, sentía que Marruecos me revelaba un poco más de su esencia, y yo, agradecido, me dejaba llevar por la magia del camino.
La llegada a Telouet tenía ese aire de serendipia que caracteriza a los viajes más memorables. Y, como si el destino quisiera añadir un toque de color a nuestra travesía, nos topamos con Obama. Su figura, con rasgos marroquíes pero con un acento que evocaba las calles de Nueva York o Los Ángeles, nos intrigó de inmediato. Su apodo, que al principio nos pareció una broma, cobró sentido al escucharlo hablar. Con su fluidez y carisma, no tardó en convertirse en nuestro guía improvisado.
Mientras compartíamos un té en la plaza del pueblo, el aroma a menta y el sonido de las conversaciones a nuestro alrededor nos envolvieron en una atmósfera de autenticidad. Obama nos habló de la historia del lugar, de sus tradiciones y de su vida. Y, como buen guía, nos recomendó un lugar para pasar la noche.
El alojamiento que nos sugirió parecía sacado de un cuento de las Mil y Una Noches. Sus muros robustos y su arquitectura imponente nos daban la sensación de estar entrando en un castillo del pasado. Y, para nuestra sorpresa, en esa noche, el castillo sería solo para nosotros. El dueño, con su hospitalidad innata, nos preparó una cena que nos reconfortó el alma: una sopa que nos calentó desde dentro y un tajine que nos recordó la riqueza gastronómica de Marruecos.
Una vez terminada la cena, el silencio se apoderó del lugar. El dueño se despidió y nos dejó solos en aquel vasto hotel. Las habitaciones,