Día 7: Del Oasis de Tinghir al Encanto del Desierto.
Gorges du Todra – Ksar ba Tourung (101km +297 -847)
El día amaneció con un aire fresco y limpio. Las Gorges du Todra, que habíamos alcanzado en la oscuridad la noche anterior, se revelaron en todo su esplendor con los primeros rayos del sol. Estas formaciones rocosas, esculpidas por el tiempo y el agua, se alzaban majestuosas a nuestro alrededor, recordándonos la magnitud de la naturaleza.
Después de un desayuno reconfortante, nos dirigimos hacia Tinghir, una ciudad conocida por su vasto oasis de palmeras. Tinghir es un testimonio viviente de cómo las comunidades bereberes han sabido adaptarse a su entorno, utilizando ingeniosos sistemas de irrigación para convertir el árido desierto en un vergel.
Uno de los hechos curiosos sobre Tinghir es que, a pesar de estar rodeada de desierto, ha sido un cruce de caminos para nómadas y comerciantes desde tiempos inmemoriales, gracias a su ubicación estratégica y a su fértil tierra.
A medida que avanzábamos, una sensación de urgencia se apoderó de Flo. Aunque yo tenía más tiempo, él sentía que debíamos acelerar el paso para llegar a Merzouga. Esta prisa contrastaba con mi deseo de disfrutar el viaje en sí, más allá del destino. Sin embargo, había decidido sumarme a su ruta y dejar a un lado mi plan inical de llegar a Zagora, así que decidido, seguí su ritmo.
Tras una reconfortante parada para comer y descansar, el terreno llano nos permitió avanzar rápidamente, aunque no sin esfuerzo. Celebramos sobre la bicicleta mientras atravesábamos un pequeño poblado, el kilómetro 100, un hito personal para mí. Pero los últimos 20 km, en línea recta a través del desierto, fueron una verdadera prueba de resistencia. El atardecer, con su paleta de colores cálidos, ofreció un espectáculo visual que compensó el cansancio.
Al llegar a Ksar ba Tourung, nos encontramos con un pequeño albergue cerca de Fezna, rodeado por antiguos canales de agua, conocidos como «khettaras«. Estos canales, construidos por los bereberes hace siglos, son un testimonio de la ingeniería tradicional y de cómo las comunidades han aprovechado los recursos naturales para sobrevivir en el desierto.
Esa noche, una experiencia inesperada nos esperaba. Un camello herido fue traído al albergue. Los bereberes, utilizando un método ancestral, calentaron piedras al rojo vivo y las aplicaron sobre la herida del animal. Aunque doloroso, este método cauteriza la herida, previniendo infecciones. Fue un momento de conexión profunda con las tradiciones y la vida en el desierto.
La noche culminó compartiendo historias y un delicioso tajine, que aunque después de una semana comiéndolo casi a diario, uno se acostumbre, creo que es importante recordar que se trata de un plato emblemático de Marruecos.
Es una sinfonía de sabores que transporta a un viaje a través de la historia y la cultura de este país. La base es simple: carne tierna, ya sea cordero, pollo o incluso pescado, cocinada a fuego lento con una mezcla de especias que embriaga los sentidos. Pero es la forma de cocinar lo que da su nombre al plato: en un tajine, una especie de cacerola de barro con tapa cónica.
La carne, sazonada con una amalgama de especias, se combina con vegetales de temporada, como cebollas, zanahorias y tomates, que se deshacen lentamente en el caldo, creando una armonía de texturas y sabores. Las especias, como el comino, el jengibre y el azafrán, son las guardianas de los secretos de la cocina marroquí, infusionando cada bocado con un toque de misterio y encanto.
La tapa cónica del tajine actúa como una trampa mágica, atrapando el vapor y los aromas para luego liberarlos con cada levantamiento. El resultado es un plato que parece haber sido cocinado con el tiempo, que habla de la paciencia y la devoción de quienes lo preparan.
Al desentrañar los sabores de un tajine, uno se encuentra con la esencia de Marruecos: una mezcla de tradiciones, influencias y recursos locales. Es un plato que se comparte en torno a una mesa, donde los comensales se sumergen en la cultura y se conectan con la esencia misma de la cocina marroquí. Cada bocado es un viaje a través de los callejones estrechos de Marrakech, a través de los oasis y las montañas, a través de siglos de historia y tradición que se revelan en un plato humilde pero profundamente significativo.
Y ahí estábamos flo y yo, compartiendo uno de esos mágicos manjares en medio del desierto con una familia francesa que viajaba en su todoterreno. Su espíritu aventurero y su decisión de educar a sus hijos en el camino nos inspiraron profundamente. Su historia, de un año sabático recorriendo el mundo, nos recordó la belleza de vivir sin ataduras y aprender en el camino.
Y mientras el desierto envolvía todo en silencio, nos sumimos en un sueño profundo, agradecidos por las experiencias vividas y expectantes por lo que vendría.