Mongol Rally. Capítulo 7: TAYIKISTÁN (I), POR FIN
Primero, la aduana
Eran las 15h de la tarde cuando decidimos poner en marcha nuestra entrada a Tayikistán, íbamos un poco justos, ya que las fronteras cierran normalmente a las 17h, así que solo nos quedaba cruzar los dedos para que esta vez no se demorara tanto como de costumbre. Tras pasar por varios puntos del control fronterizo, nos dejaron pasar. En ese momento, nos dimos cuenta de la suerte que teníamos de pertenecer a Europa, la documentación que necesitábamos para entrar, no era nada comparado con la que necesitaban otras personas de nacionalidades diferentes que pasaban ahí prácticamente todo el día.
Contínuamente nos sentíamos alagados en estos países, y mucha gente nos veía como personas avanzadas y con un nivel de vida alto, pero la verdad es que en ciertos aspectos nos sacan años luz, sobre todo en lo que a las cosas más básicas de la vida se refiere y es que son felices con lo que tienen, y su sonrisa y amabilidad son prueba de ello.
Los problemas existen aquí y allí, pero allí los trabajan y los comparten, tienen un gran sentimiento de comunidad. Aquí, en cambio, parece que nos esforzamos día a día por alejarnos de esos valores, convirtiéndonos en seres individualistas y escasos de empatía.
Nosotros, les explicábamos cómo vivimos en las ciudades europeas y los animamos a seguir valorando lo que tienen, mostrándoles la máxima admiración ante la sencillez con la que viven.
Tayikistán era para nosotros, uno de los lugares estrellas de este viaje. No era un “istán” más, era “el istán”, pero a diferencia de sus países vecinos, Uzbekistán y Kazajistán, donde el turismo ha ido llegando poco a poco, el desconocimiento sobre Tayikistán permite disfrutar de la afabilidad y hospitalidad local, casi en solitario. Eso hace que la presencia de un extranjero nunca pase desapercibida.
Lo que no sabíamos es que era tan pobre, y eso nos sorprendió. El motivo lo descubrimos más tarde, y es que fue la única república ex soviética que sufrió una guerra civil (1992 – 1997), y esto dejó al país en unas condiciones devastadoras de las que poco a poco se va recuperando.
Pasamos un total de dos semanas en Tayikistán, y los primeros días fueron en solitario. Josh y Luke llegaron cuatro días más tarde, pero queríamos hacer esa parte del viaje juntos, no solo porque por nuestra conexión con ellos, sino porque los cuatro queríamos tomar la ruta sur de la carretera del Pamir que recorre el valle del Wakhan, donde la única separación con Afganistán es el río que da nombre al corredor. A día de hoy, es una ruta segura, llena de puestos militares tayikos, que mantienen la estabilidad de la zona, pero de vez en cuando se produce algún altercado con los talibanes afganos. Así que preferíamos no ir solos.
LA PRIMERA NOCHE
Nuestra primera noche fue muy inesperada, una muestra de lo que nos depararía el resto del país. Avanzábamos por una carretera cruzando pequeñas aldeas, y empezaba a anochecer sin que tuviéramos apenas margen para buscar un sitio donde acampar. Así que, decidimos simplemente parar en un de los pueblecitos y preguntar. Pasaba un hombre paseando con su hijo, y con señas le preguntamos por un hotel donde dormir. En cuestión de minutos empezaron a llegar chicos de entre 15 y 20 años, como si hubieran abierto las puertas del colegio, llegaron todos juntos, unos en bici y otros a pie y literalmente, nos acorralaron. Hablaban todos a la vez, unos nos preguntaban de dónde veníamos, otros miraban el coche sorprendidos. Fueron muy curiosos.
Uno de ellos, Olim, que hablaba bastante bien inglés fue quién dirigía la conversación. Nos explicaba que estudiaba derecho en la universidad de Dushambé, la capital del país. Su sueño era luchar por los derechos de su país, mejorar la atención en las zonas más rurales y crecer económicamente, para que la población pueda tener mejor calidad de vida. Tras un buen rato hablando, Olim nos dijo sin más; “Be my guest” (“Sed mis invitados”), y sin dudarlo lo seguimos. Él iba con una bicicleta por delante nuestro, y nos guió hasta su casa.
Tenía una casa en medio del campo, bonita, con muchas habitaciones y un patio exterior donde tenían un huerto. Nos invitó a entrar en una de las habitaciones y nos preparó una mesa llena de comida. Acudieron también dos de sus amigos, muy simpáticos, que nos preguntaban muchas curiosidades, fue una noche de compartir culturas, de entender su forma de ver la vida. Más tarde, Olim apareció con un plato de huevos rotos con patatas, lo había hecho él, cogió las patatas del huerto, los huevos de las gallinas y nos hizo ese manjar, no podíamos estar más agradecidos. Conocer a gente así fue un regalo.
La mañana siguiente, fue un no parar de fotografías, llevamos una cámara Fujifilm con la que podíamos dar las fotos a personas que nos encontrábamos por el camino, y eso fue genial. Nos preguntaron por el material que llevábamos para hacer una aventura así, les abrimos el maletero y se convirtió en un auténtico mercadillo de productos. Tras una despedida eterna, un paseo por el pueblo y un desayuno de campeones, nos pusimos en marcha hacia la siguiente parada, el lago Iskanderkul , donde pasamos la noche.
Además de que nuestro Fiat Panda era bastante lento, teníamos que esperar a Josh y Luke, así que poco a poco íbamos avanzando hasta el punto de encuentro. Tras pasar de largo la capital, avanzamos hacia Chumdon, a mitad de camino de inicio de la carretera del Pamir. De nuevo, nos alcanzó la noche mientras cruzábamos puertos de montaña, entre acantilados, y algo desesperados buscamos un sitio donde pasar la noche. Unos kilómetros más adelante, el mapa marcaba un pequeño pueblo junto al río, que resultó ser cuatro casas. La oscuridad era total, y poco hacían las luces del coche, así que decidimos no avanzar más y fuese como fuese, pasar ahí la noche.
Decidimos preguntar directamente en las casas si nos acogían. El primer intento fue fallido, pero en el segundo intento nos acogieron. Picamos a la puerta de una casa y salieron una mujer, un hombre y sus dos hijos. Les dijimos que solo queríamos dormir, y que si nos podían acoger, se miraron entre ellos y nos abrieron su puerta. Era una casa pequeñísima, se trataba de una familia muy pobre, y nos ofrecieron caramelos, pan casero y miel para cenar. Cualquier cosa era bienvenida, nos sentimos llenos de luz al ver como respondía la gente ante desconocidos. No entendían nada de inglés y nosotros tampoco su idioma, así que entre caras de agradecimiento, sonrisas y gestos pudimos entendernos.
Pasaron las horas, y con el canto de un gallo nos fuimos despertando. Estábamos felices, de vivir esa experiencia. La mujer volvió a sacar los mismo caramelos, pan y miel de la noche anterior como desayuno y nos enseñó sus múltiples cosidos que hacía y vendía en el mercado del pueblo de al lado para ganarse algo de dinero. Nos explicó, que por las noches no podía coser, porque la escasa luz no le permitía ver. Laura me miró, murmuró algo y a continuación sacó de la mochila nuestro frontal y se le dió. Ella no sabía lo que era, pero al enseñárselo reaccionó como si se tratara de algo inmenso, radiante de felicidad, cuando vió que de ahí salía luz.
No podía parar de sonreír y como agradecimiento nos regaló uno de sus bordados. Es maravilloso cuando gestos tan puros nacen de la bondad más absoluta.
Tras una nueva despedida, emprendimos el camino hacia Kalai Khum, el inicio de la carretera del Pamir. Pensamos tomar el camino más corto, pero todavía no sabemos cómo, escogimos el camino más largo e intenso de nuestras vidas. Tardamos doce horas en recorrer 110 km, y allí nos reencontramos de nuevo con Josh y Luke para, ahora sí, adentrarnos en el corredor del Wakhan.
La expresión de nuestras caras en la fotografía refleja la emoción de un nuevo día, pero también la inocencia de dos personas que no sabían lo que estaba por llegar.